Homobacillus Funestus
Autor: Juan Carlos Ramírez Larizbeascoa
Parlamentario Andino
República del Perú
En la historia del ser humano, hay algo que no tiene índice ni límite: la cantidad de estupideces que ha hecho durante el tiempo. Naturalmente, estamos llenos de éxitos, básicamente tecnológicos: desde el arco, la flecha y la rueda hasta internet, el 5G y la computadora cuántica. Pero en lo que no hemos avanzado nada, es en lo que importa: la razón, el amor, la solidaridad, y varias virtudes constructivas que aplastamos todo el tiempo. De hecho, nuestro avance tecnológico nos hace mucho más peligrosos, sea por lo que podemos destruir, sea por lo que impedimos sea destruido.
La verdad es que en el 2020 somos el doble de lo que éramos hace solo 40 años. Casi 8 billones contra 4 billones. Pero además somos más gordos (los países de la OCDE tienen el 70 % de la población como obesos, encima del índice de masa corporal correspondiente) y más viejos (la esperanza de vida casi se ha duplicado en el mundo en el mismo periodo). Por otro lado, consumimos mucho más, desperdiciamos mucho más, y generamos mucha más basura. Y, en abundancia, nos desempleamos cada vez más, sea porque la tecnología desplaza trabajo, sea porque la mujer entra al mercado laboral a partir de los setentas, o porque trabajamos el doble para ganar la mitad.
Es decir, una marcha ineluctable e invencible al apocalipsis masivo. Y esto es un ejemplo de una estupidez inconsciente y colectiva. No es una del tipo puntual, con límites y con un culpable a la vista. En realidad es una invisible, compartida y sin aparentes culpables. Total, todos quieren vivir mejor, sin preguntarse que es “mejor”. Esta condición de insatisfacción permanente que nos distingue de todos los demás seres vivos, nos puede pasar la factura.
Si fuéramos bacterias, que se clonan a nuestro ritmo, cualquier biólogo recién egresado diría que la población colapsará cuando alguno de sus recursos desaparezca o se vea muy limitado. Eso es lo que sucede con la mayoría de las poblaciones de bacterias que duplican su población cada 8 horas, llegan a un límite, desaparece alguno de los recursos que necesitan (oxígeno, carbonatos, enfriamiento -las reacciones son exotérmicas- u otro) y colapsan hasta casi desaparecer o desaparecer por completo.
Pero el ser humano no es una bacteria, creemos que pensamos y no estamos tan regidos por las leyes de la biología. Si fuera así, y en lugar de un conflicto bélico que termine las tensiones y acelere la destrucción, tomamos el ejemplo del llamado “slow life”, que nació básicamente en Italia, entonces nos recuperaremos.
El Slow life es un sistema de vida en el que lo importante no es tener, sino vivir. Todos podemos vivir sin un Penthouse en el Central Park, un viaje al Caribe o sin un Lamborghini. Pero nadie puede vivir sin oxígeno, agua, alimentos y un clima que no sea el infierno sobre la tierra.
Por nuestro futuro, y por nuestros hijos y nietos, debemos hacer un pacto mundial, que promueva los valores del bienestar en un marco razonable. Los griegos siempre pensaron que la felicidad estaba en el medio, en el justo medio decían ellos, ni muy pobre ni muy rico, ni muy ignorante ni muy conocedor. Ni muy débil ni muy fuerte. Pero también está en el Eclesiastés: No te pases de bueno, no te pases de malo.
Y, finalmente, está en el Deuteronomio: “..Y Dios le dijo a Moises: Ve y dile a mi pueblo: mira, yo pongo ante ti bendición y maldición, escoge la vida para que vivas tú y tu posteridad”.
Más allá de las citas históricas y bíblicas estamos todos nosotros, en el mismo pequeño y azul planeta, que es nuestra madre y es nuestra casa. Realmente nos podemos ir al infierno, de puros estúpidos. Ese círculo le faltó a Dante, es tan traidor y tan invisible, que ni al mismo Alighieri se le ocurrió que merecía un castigo peor al de todos los demás. No seamos estúpidos, ni siquiera nos espera el infierno.